lunes, mayo 09, 2011

En pares se mueve el mundo (08.05.11)

Dos son las manos que se estrechan en un apretón de manos cuando los amigos se reencuentran después de haber pasado mucho tiempo y se ponen al día contándose lo acontecido en sus vidas. Dos son la pareja que con el mismo compás cursa los rumbos que los llevarán a un mejor futuro, construyendo juntos el camino promisorio que poco a poco dibuja el amanecer soñado. Dos son los pies que nos hacen marchar, caminar día día a los destinos elegidos para poner en práctica los planes de vida, igualmente para expresar la voz que muchas veces se nos niega por la ignominia de la realidad que nos ha tocado vivir y contra la que se dice ¡Basta!

Los pares siempre han sido elección en la imágen equilibrada del universo. Hoy, ocho de mayo, acompañados de miles de voces bajas más, caminamos por las calles de la Ciudad al grito del silencio reclamando la paz con justicia y dignidad, el alto a la violencia y la solidaridad con otros tantos que se han quedado en el camino de la construcción de una sociedad mejor.

Debajo del abrasador sol y contra los designios del poder, la voz de la sociedad civil, del pueblo, se levanta, crece y se agiganta. Sin sabeerlo quizá, crea un significado, sienta precedentes y se convierte en un emblema que podrá ser el inicio de una lucha para acabar con los atabismos que nublan las decisiones colectivas e impiden la realización de las redes sociales prosperas tan necesarias en estos días.

Así, durante esta tarde, mientras atravesábamos las filas de una marcha más en contra de la violencia y por la paz con justicia y dignidad, se escucharon voces independientes, atomizadas dirían algunos, pero con la esperanza acaso inconciente de apostar por encontrarse mutuamente con la consigna sin identificación clara.

Allí estaba la madre con su hija, explicándo que nos deteníamos en el Eje Central y Viaducto, para permitir que los contingentes de la vanguardia se acomodaran mientras descansaban después de haber caminado desde Cuernavaca hasta la Ciudad de México. Estaban también los estudiantes levantando la presencia de los goyas en la multitud que nos identifica como los universitarios que no ignoramos las causas sensibles de la sociedad y que no sólo somos solidarios sino que acompañamos nuestro paso con el desl pueblo porque somos parte de él y lo sentimos tan entrañable porque es el nuestro propio. Los curiosos extranjeros apropiándose de las imágenes a través de las capturas fotográficas, como si se tratáse simplemente de un folclor peculiar que distingue a la Ciudad de México: “Las marchas”, sin saber que en la de hoy estábamos poco más de los miles que abarrotamos el Zócalo cappitalino, sino también la presencia de los que no debieron irse nunca, de los que inocentes, sin quererse involucrar en la guerra ignorante e implacable, han sido pieza importante de la conciencia que hoy parece despertar. Los muchos viejitos con barba y sombrero con quienes fue confundido el principal convocante de este acto, cuyo nombre omitiré para no crear al personaje mítico que él mismo niega su voluntad de ser. Los jóvenes víctimas de las corunstancias delincuenciales que genera el sistema limitante de las oportunidades para que sus pares puedan desarrollar sus potencialidades como personas, reclamando por el suceso concreto que los tenía llenos de coraje sí, pero viendo en perspectiva, a través de todos estos rostros cansados pero hábidos de seguir sudando y siendo parte del paisaje urbano en una tarde de domingo, que su andar no era individual como se habían imaginado, sino colectivo y solidario como quizá jamás imaginaron. Ahí estábamos todos, siendo parte de un gran cuerpo humano, de esa parte del pueblo que decidió perder el miedo y salir de sus casas e invertir energía para gritar el descontento contra todo lo que nos quita la posibilidad de soñar y de ser libres para vivir sin miedo ante un mundo tan sombrío y hostil en el que nos están haciendo vivir.

Los pequeños contingentes sin mucha organización ni guía más que su voluntad de llegar a escuchar y ser escuchados a través del silencio colectivo, encontraron su lugar en el caudal de conciencias, hasta llegar al centro más sensible de nuestro territorio. Allí, ataviados por el inconfundible atuendo del cansancio orgulloso de precisamente vivir de pie y mirando adelante, nos encontramos con los testimonios de quienes han perdido a sus familiares en la injusta e irreal guerra contra el crímen organizado. Compartíamos todos la sapiensa de que se trata de la misma cosa, con sus matices formales e intenciones de confusión, pero identificando claramente al poder político y económico como el impedimento para salir de la paupérrima condición humana en la que estamos.

“No debieron irse”, “son más de cuarenta mil” se gritaba mientras era pronunciado cada nombre de las víctimas de esta guerra atroz y sin sentido. Sin identificar el rostro, pero sabiéndo que pudo ser aquél quien alguna vez nos ayudó cuando realmente lo necesitamos o que podía ser a quién pudimos ayudar cuando se necesitó de cada uno de nosotros, se levantaba el grito y dolía por la interminable lista de presentes en la ausencia de lo concreto. Seguramente, su energía, parte de la tierra y del aire que pisamos y respiramos, permitieron que el volumen de nuestra voz se elevara más allá de los altos techos barrocos que esperaban opacar al legítimo referente de la integridad de una nación, el pueblo.

Ese pueblo al que, valga decirlo, aún le falta aprender lecciones de historia emocional y darse cuenta de que en realidad no estábamos acompañando a un sólo padre que perdió a su jóven hijo. No sabe ese pueblo, que el rostro del principal convocante de hoy, es el suyo propio cada vez que ve su vida mancillada por el peso de la impunidad, la corrupción, la apatía y la decidia. Nos estábamos acompañando todos a cada uno, empujando la solidaridad propia y hacia los desconocidos, siendo a partir de ahí el verdadero significado fundacional de una sociedad: libres e iguales.

A poco de terrminar el acto, recordé otros muchos similares pero pretéritos que ya forman parte de mi haber. Aquellos en los que acompañé a mi padre, en contra del viejo régimen, apostando por uno con una nueva visión de estado, solidarizando el grito con el de los indígenas dignos y organizados, dirigiendo consignas en contra del poderoso que en turno era el destinatario de tantos reclamos coletcivos. Así, cuando se llamó al momento de silencio, sentí su palmada respaldándome en el hombro, su mano sosteniendo mi puño izquierdo y su energía levantando la voz de mis gritos. Le dediqué unas lágrimas por conocer todo el dolor que no ha dejado de estar en este pueblo tan conocido por él. Estaban tu mirada hacia delante, tus pasos firmes, tu imparable ímpetu y tu corazón conciente.

En un segundo miré hacia las torres que con la fuerza de la tradición y la creencia se levantan físicamente sobre todo caminante, al igual que los demás, proferímos diatribas en silencio, con gritos y gestos hacia aquellos fanáticos que intentaron acallar con campanadas de culpabilidad las tantas voces nuestras de lucha.

Otros, todos, también miraban hacia sus tiempos pasados y presentes, llenándose el líquido de los ojos de convencimiento, rabia y esperanza al mismo tiempo para, al final, quedarse con el orgullo de háberse sabido ahí, pasando lista ante la Historia.

No se acaba todo con la caída del sol o con la disolución de una manifestación popular. No, porque todos seguimos siendo parte tranversal de este mundo movido por las contradicciones. Sabedores todos de que a partir de un momento en el pasado, del que ahora formamos parte, se está levantando el gigante dormido, el que unido, jamás será vencido.

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