jueves, mayo 26, 2011

¿El contexto o el tiempo hacen la diferencia?

En años pasados, discutía con compañeros de lucha la diferencia entre valor de uso y valor de cambio. Entendíamos bien que uno se relaciona con la utilidad que todo lo tangible tiene en sí, por su constitución y propiedades físicas. Otro más bien se refiere al valor subjetivo que cada persona da a un objeto en tanto que se relaciona con la satisfacción de un placer de cualquier tipo. Así, solíamos ponernos a prueba entre nosotros mismos, cuestionando los consumos que hacíamos en cualquier tipo de artículos: mientras unos éramos ahorrativos en cuanto a la comida en restaurantes, otros lo eran en la ropa, pero ninguno lo era en lo intelectual. Y aunque ninguno del pequeño grupo de discusión gozábamos de una bonanza indiscutible, tratábamos de que, en cuanto tuviéramos una pequeña fortunita, acudir a las librerías para invertirlo en la adquisición de literatura considerada valiosa para cada uno.

Llevando esa discusión grados más allá de la simple descripción cuantitativa de nuestras cuentas, observábamos cómo irremediablemente, el valor de cambio estaba presente en cada uno de los libros que se contenían en nuestros bolsos. Adentrados en la discusión, uno decía “¿cómo podemos estar cuestionando el hecho de que ese que camina por la calle gaste tanto dinero en un coche y nosotros gastamos lo que a veces nos falta para comer solo por el hecho de darnos placer en obtener la novedades o los libros más raros y caros en las librerías de ejemplares antiguos?” Nadie aportaba una respuesta que convenciera totalmente, pero sí estábamos ciertos en que el placer de poseer un artículo que sólo aporta estatus, como lo es un coche, no se compara en tener un libro, porque éste alimenta el intelecto. Cuestionaba alguien más: “¿no es eso también un status que queremos tener, conservar, acumular y eventualmente utilizar para tener poder? ¿En qué se distingue el hecho de la asunción de esa relación de diferencia que buscamos con respecto a los que no leen de quien lo busca a través de poseer un artículo vistoso y caro como un carro?” Nadie aportaba una respuesta satisfactoria, pero sabíamos que sí había una diferencia, al menos de matiz. “La prepotencia” dijo alguien.

Discurrió el debate:

“Más que interesante la sentencia, que defendemos todos, creo, a partir de que el coche está visto como un símbolo de poder físico, de valentía, de superioridad inclusive, por la noción de velocidad y potencia que lleva consigo”. “Es así por el contexto en el que es visto. No necesariamente la misma connotación puede tener en sociedades en las que el transporte público es poco costoso o las comunicaciones electrónicas y telefónicas están abiertas a más cantidad de población, en comparación con esta en la que nos ha tocado vivir”. “El contexto hace la diferencia entonces”.

“Aún así, en esa hipotética comunidad, seguramente habrá otros símbolos que tengan las mismas características que aquí un coche, quizá los libros lo sean”. “Lo dudo”, al unísono dijeron varias voces. “Sencillamente porque el libro da la oportunidad de imaginar, de conocer lo que físicamente está alejado o incluso imposible, de saber el funcionamiento de las cosas mismas sin tener la necesidad de controlarlas con las manos”. “No obstante, sería necesario en todo caso, una convención al respecto, es decir que eso sea cierto y aceptado para todos o para la mayoría, al contrario sería la misma situación”. “No forzosamente, pues sólo sería necesario que quienes están en el poder tuvieran la conciencia de que el conocimiento les da esa posibilidad, de saber, de distinguir lo verdaderamente útil para mantenerse así, con él, y al mismo tiempo crear el imaginario colectivo en el resto de los no poderosos de que pueden tener poder a partir de la posesión de artículos, en cuyo caso, el contexto como habíamos dicho, no implica ninguna diferencia, más que solo de apreciación”. El silencio abarcaba la sala. “Eso significaría entonces que los símbolos de poder son artificios. Por supuesto, al igual que los contextos, o sea que en cada comunidad se ha pensado por los que la encabezan, que ahí se aplica bien la utilización de un coche, en otros de libros o en otros de tener muchas esposas o de que éstas no tengan un solo marido. Todos son constructos que sirven para mantener la idea de la aspiración al poder vigente”. “Pero ¿si a lo largo de muchas discusiones hemos partido del hecho de que el hombre es ‘bueno’ por naturaleza, que la colectividad es una herramienta para que todas las personas busquen el bien de sí mismos y, al mismo tiempo, de todos los demás? ¿Esa afirmación no sería contradictoria?, ¿no acarrearía el supuesto de que en verdad el hombre tiene sed de poder naturalmente?”. “Quizá, pero no es tan catastrófico. No olvidemos que hemos partido la actual existencia de un sistema de dominación, que históricamente se ha manifestado de diversas formas: feudalismo, capitalismo, imperialismo, socialismo real. Pero también que no siempre ha sido así, o al menos es lo que hemos convenido en suponer, o sea que previo a la organización política de la sociedad bajo la idea de la creación del artificio llamado ‘Estado’ las cosas eran distintas, que en general se asumía una igualdad de significado así entre los individuos como entre los objetos, que éstos eran utilizados para satisfacer las necesidades de todos, que no existía la idea de la posesión como hoy la conocemos. Que, ciertamente, hubo un contexto originario de todo este conflicto.”. “Deberíamos entonces cambiar el paradigma, virar en el sentido de lo conocido históricamente, no así de los supuestos”. “No. En absoluto, no. De esa forma, estaríamos dando vueltas a algo que por definición asumimos como cierto: que la historia conocida señala al hombre como detentador del poder, casi porque sí”. “A ver, se me ocurre: Si partimos de la premisa de distinguir el valor de uso y el valor de cambio, de los objetos ciertamente, ¿por qué no pensar al poder del que ahora hablamos, como una de esas cosas que tienen ‘valor’?, es decir, si el poder es pensado como un artículo, ¿cuál sería el valor que éste tendría si estuviéramos aceptando el hecho de que el hombre busca naturalmente la obtención de ese poder-objeto?” El silencio abarcaba la sala nuevamente, esa vez por más tiempo.

“Valor de uso, sin duda. Porque se convierte en una herramienta para la obtención de más poder” Dijo alguien y asintieron varios más. “Pero no del mismo tipo de poder” “Claro, tendría que distinguirse entonces entre uno de tipo originario y otro, por decir, diseminado” “En efecto. Así, el primero sería la herramienta, como lo has dicho tú, para que se pueda buscar y obtener el del otro tipo o nivel” “Con esa idea de nivel, ¿cuál de los dos (o más en el caso de que podría haber infinidad de grados) sería más valioso tener, el originario o los secundarios?” “El primero, por supuesto, porque es el que sirve para poder establecer relaciones de dominio más complejas, legitimadas y permanentes” “Nos estamos equivocando en la idea de que el hombre, como especie, lo busca. El error parte del tipo de análisis histórico que estamos haciendo. No estamos considerando la posibilidad de que, a pesar que un monarca o un grupo en el poder supiera la utilidad de ciertas herramientas intelectuales y materiales, también tuviera la conciencia de que su utilización fuera para el beneficio público”. “De cualquier forma la idea de tener poder no se escapa. Lo que se añade con lo que recién dices es la utilización de éste, sea para someter o para beneficiar”. “Podrá no cambiar la necesidad de poder, pero precisamente con esa idea del uso que pueda dársele, ya no sería importante su simple posesión sino lo que el poder en sí pueda generar, o sea el bien común o un sector de la sociedad subyugando a otro. Es importante la diferencia. Tiene que ver entonces, la voluntad de hacer el bien. Lo cual nos regresa a la idea de que, sino todos los hombres, sí puede haber algunos que busquen el bien, sabiendo sí que tienen poder, pero también que lo pueden, o inclusive que tienen que usarlo para generar beneficios para ellos mismos y para aquellos que no lo poseen.”. Otro silencio largo hacía suya la sala. “Lo relevante ahora sería llegar a saber en qué situación nos encontramos: si en la de un grupo en el poder que está utilizándolo para un fin o para otro de los que se han propuesto como posibilidades”. “Sin duda para el de la dominación. Y ya no sólo por el análisis histórico que se mencionaba, ese a partir del cual conocemos que ha tenido diferentes manifestaciones. Sino por el hecho de que la discusión llegó a un punto en el que se coincidió que el hombre busca el poder en sí mismo, es decir que en ese punto hemos llegado a pensar a la especie humana como una máquina que busca sólo engullir a sus pares estableciendo relaciones de dominio. Entonces el problema es la connotación que le estábamos dando al poder, antes de asumirlo como una herramienta que pueda servir para generar el bien común, como después se ha dicho”. “No discuto el momento en el que nos encontramos, eso nos queda a todos claro. Sobre la idea entonces de que hubiera quienes tienen el poder, sin que sea importante si saben o no para que lo tienen que usar, que creo estaríamos todos a aquí de acuerdo, que debería ser para el bien común, problematizo: ¿cómo llegarían a saber ese fin de bienestar común precisamente, por naturaleza, por comunicación metafísica o a partir de qué? En el entendido de que hay otros que no saben sobre las posibilidades de la utilidad del poder”. “Interesante pero fácil de responder: sencillamente porque aquellos desposeídos no solo lo son del poder, sino de sus necesidades primigenias, en ese sentido se convierten en un sector, en una clase que le demanda a la poderosa, equidad.”. “Pero eso resuelve el qué deberían hacer los dominados, más no el cómo, o sea lo que yo preguntaba: ¿Cómo, si no saben cómo funciona el sistema?”. “Lo saben en tanto que aspiran a tener cierta dosis de poder”. “No, esa sed no implica conocer para qué pueda servir, necesitan instrucción, necesitan saber los alcances de ese poder”. “Entonces eso significaría que, si nos encontramos en una época de dominación, aquellos que ahora son poderosos, en algún momento no lo fueron y no conocieron cómo funcionaba esto. Después, ya teniendo el poder pero no el conocimiento, lo utilizan para su beneficio y no para el común”. “En efecto. Pero ¿cómo se han mantenido las mismas condiciones por tanto tiempo? Tuvo que haber algunos que sí conocieran el funcionamiento del sistema y utilizaran ese conocimiento para mantener el estado de cosas, con diferentes manifestaciones como ya habíamos dicho. Hay entonces una clase que tiene el poder, otra que no lo tiene y otra que conoce cómo funciona y se han mantenido del lado de los poderosos porque al mismo tiempo ellos se vuelven parte del grupo al que defienden”. Otro silencio, de incertidumbre porque nos sentíamos aludidos sin decirlo, nos hacía suyos junto con la sala.

“Siendo así, de quienes debe esperarse esa voluntad por cambiar la utilización del poder, de construir y mantener la dominación de unos hombres sobre otros al bienestar de todos, es precisamente de aquellos que han sabido y saben ahora cómo funciona todo”. “¿Serían esos los intelectuales o los dueños del capital financiero? ¿Cuáles de ambos, si la sociedad actual se debate entre poseer más y no en saber más? La respuesta me parece obvia”. “No es así. Pues decíamos aquellos que se encuentran a la cabeza de la sociedad, en este caso de corte capitalista, pueden utilizarlo para su beneficio o para el general, también habíamos llegado a distinguir que hay otros que conocen de esas virtudes del poder. Lo que tú estás haciendo es o ignorar este otro sector o en todo caso mezclándolo con el de los poderosos”. “Cierto. Donde hay que poner atención es en los intelectuales, ellos son los que reflexionando sobre cómo funcionan las sociedades, han influenciado a los poderosos y a su vez se han dejado seducir por éstos para saberse parte de esa capa ‘superior’ para mantener el actual estado de cosas”. Un silencio más marcaba el punto final de aquella discusión, después de varias horas habíamos terminado la reunión de ese día.

Quedaban hasta ese punto algunas conclusiones y dejábamos otras problemáticas pendientes por resolver. Así solían ser los cónclaves juveniles que satisfacían la sed de conocimiento de aquel pequeño grupo del que fui parte, buscábamos, como nuestro lema rezaba: “liberación del conocimiento, transformación social”. No estaba nada mal para jóvenes que por naturaleza eran rebeldes ante la realidad que vivían. Pero ahora que el grupo ya no existe más, ¿qué ha cambiado? ¿La realidad o nosotros?

¿Por qué estamos atomizados?

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