miércoles, agosto 12, 2009

¿Por qué no puedo llorar?

Hay al menos tres ocasiones relevantes en que me lo he preguntado. La primera, rondando los dieciséis años, en una discusión cuyo tema no recuerdo fielmente pero que seguramente tenía que ver con posiciones políticas y sus repercusiones en la convivencia diaria. Era entre mi padre y yo. Como suele suceder, el adolescente es muy cruel en sus juicios y aseveraciones y terminé trayendo varias experiencias que lastimaron a mi padre.

Cuando era niño y erraba en mis pasos, de vez en cuando recibía reprimendas físicas, generalmente nalgadas, nunca golpes. Pero esa ocasión no hubo siquiera asomo alguno de que pudiera suceder algo similar y acaso por ello sentí la diferencia en el trato de mi padre, pero me aferré a demandar su atención como si siguiera siendo yo un infante. Claro que lo era, torpe y emocionalmente ciego.

La discusión terminó con una sentencia que jamás olvidaré. Mi padre llorando de impotencia diciéndome: Ganaste. Y hasta ese momento advertí que en realidad había perdido. Mi sensibilidad que en algún momento me caracterizó cuando era cariñoso con él, los abrazos que le daba y bromeaba con que no podía tocar mis manos por lo grueso de su tierna panza, cuanod me calentaba las manos en invierno después de demostrarme lo valioso de una actividad física cuando el viento helado cala los huesos, ese calor de sus manos, cuánto lo extrañé en ese momento.

La segunda ocasión fue al terminar una relación con Karina. Cerca de cinco años fuimos verdaderamente novios. Más allá de lo convencional que implican los actos amatorios ó la convivencia con las familias de cada uno, fuimos novios. Compartimos muchas de las condiciones más adversas y felices en la vida jóvenes. Sin embargo, siempre me fue complicado ser fiel, pero más bien en temporadas. No siempre lo fui.

Comenzando el tercer año de esa relación, nos separamos por la fuerza de las actividades cotidianas. Ella entró a la universidad y yo estaba trabajando y desde la trinchera autodidácta me preparaba para mi incursión en los estudios superiores de ciencia política. Probando lo que significó ese tipo de separación benévola, advertí lo valioso de que los dos creciéramos paralelamente en aspectos distintos pero igualmente importantes y después de algún corto tiempo sucedió: había conocido a alguien, pero no se atrevía a decirme que quería estar con él. No me dolió. Incluso intenté experimentar una relación abierta. No sucedió.

Terminó esa etapa, en el año posterior hubo felicidad y enojos aleatorios como normalmente sucede. Después llegó otra temporada de infidelidad: comencé a interesarme por alguien más cuyo significado a la distancia, no por ella como persona, sino por su incidencia en mi vida sentimental, es casi nulo.

Era junio de 2006 y yo intercambiaba mensajes por diversos medios con ella. Aquella noche en que Karina, Armando y yo fuimos al café Gante para celebrar el éxito en el trabajo que cada uno desarrollaba en la que, por cierto, era la misma oficina, se enteró de mis intenciones con aquella otra mujer. Aquello fue catastrófico para su corazón, sobre todo después de que meses atrás me dijo "Sé cómo eres, que no puedes ser fiel. Pero te pido, ahora que trabajamos juntos, que no lo hagas aquí. Que no me de cuenta". No me dolió.

La velada terminó quién sabe y cómo y la fuerza de la costumbre nos llevó a dormir juntos. A la mitad de la noche, se despertó en medio de sollozos de reclamo fuertes e inundada en lágrimas de inmenso dolor. La desconocí completamente. Incluso se atrevió a llamar a quien había sido interlocutora de mis espurios cortejos. Aquello terminó también por la fuerza de los minutos y el cansancio de los ruegos. Después, aunque ocultábamos el hecho como si fuera (como en realidad lo era) algo vergonzoso, sabíamos que todo había cambiado, que yo era más egoísta de lo que muchas veces me reclamó, que de acuerdo a mis pensamientos en efecto era más egoísta pero tenía justificación de serlo. En síntesis, nos separamos por la vía de los hechos. No fue sino hasta cerca de seis meses después cuando nos encontrámos acudiéndo a un llamado de ella en el que me pidió "tener sexo como amigos" que me di cuenta del nuevo estado de cosas: mi amor había terminado.

La tercera, sucede actualmente. Mi padre tiene cáncer y todo lo que envuelve a ese padecimiento me ha tocado vivirlo al lado suyo y de los miembros de mi familia. Desde la negación y duda sobre los diagnósticos médicos, hasta la más ferviente lucha, pasando naturalmente por los crudos estados físicos y emocionales. Pienso de manera recurrente en que el fin de ese suplicio llegue, por cualquier camino, el de la salud o de descanso y al mismo tiempo cuestiono el papel que tengo, más por la vía de los hechos que del consenso, de auxiliar a veces en un esto, otras en lo otro, pero tratando de llevar mi vida como una cuestión aparte. Después de todo me respondo que precisamente eso, el abstraerme, me da fuerza para hacer frente a lo actual y al futuro en el sentido en que vaya a presentarse.

Cuando encuentro mi imposibilidad casi física de expresar los sentimientos de dolor o tristeza, me duele aún más por dentro. Ese nudo es cierto y es enorme y aprieta de una manera tan extraña. Lo que más lastima a un espíritu como el mío, es la no comprensión de lo sucedido en el mundo que lo rodea.

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